Al hablar de Kubrick resulta inevitable pensar como el realismo y la veracidad de sus hipótesis, trascienden lo fantástico para encontrar un equilibrio perfecto entre la ciencia-ficción y la ciencia realidad.
Haciendo honor a ese rigor que le caracterizaba, decidió dar una respuesta creíble a la habitabilidad de las naves de su película 2001: Una odisea en el espacio (1968), para lo que se rodeó de un sinfín de asesores científicos como el ingeniero Fredrick I. Ordway del prestigioso Massachussets Institute of Technology (MIT) o integrantes de algunas firmas y organismos colaboradores tan diversos como General Electric, Bell Laboratories, Honeywell, IBM, NASA, Philco, Vickers Engineering, el Departamento de Defensa de los EE.UU. y la Embajada de la URSS en Londres.
Más que ninguna otra cosa, las consecuencias de la ingravidez constituyeron una variable decisiva a la hora de abordar ciertas cuestiones de diseño. Incluso el más mínimo detalle de la vida cotidiana debía ser estudiado. Hasta ese momento el tema de la vivienda en el espacio, fuera de un contexto planetario, no había sido tratado de una forma tan veraz en filmación alguna, causa por la que esta película ha seguido siendo tomada como referencia hasta hace poco tiempo. Tanto es así que incluso hoy es capaz de aportar sugerencias que resultan factibles si nos planteamos una vida fuera de la Tierra.
Por ejemplo, a la búsqueda de un sistema que palíe los efectos nocivos de la ingravidez, se ideó un artefacto que conseguía una gravedad artificial al emplear la fuerza centrífuga que producía su giro. Esta hipótesis sirvió de punto de partida a Kubrick para el diseño de las naves en la película. Sus naves, tanto el hotel orbital Hilton ubicado en la Estación Orbital I como la nave Discovery, tendrían gravedad centrífuga, para lo que encargó a los ingenieros de Vickers-Armstrong que le construyeran dicha "centrifugadora".
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Imagen del interior del hotel orbital Hilton ubicado en la Estación Orbital I , extraída de la película 2001: Una odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick. |
El tamaño real de nave "Discovery" era de 18 metros de longitud y su doble, otra maqueta, medía 4,5 metros. La nave "Aries" tenía sólo 60 cm. La centrifugadora en la que se desarrollaba parte de la acción de la nave Discovery, tenía unos once metros de diámetro, giraba sobre un eje a una velocidad de cuatro kilómetros y medio por hora y su precio fue de 750.000 dólares.
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Sección de la ubicación del centrifugador en la nave Discovery, que aparece en la película 2001: Una odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick.
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El artefacto en sí era lo bastante grande para que los astronautas Poole y Bowman se movieran sin dificultades en su interior, trabajasen o hicieran ejercicios físicos. Pero no era lo suficientemente grande para albergar todo un equipo de rodaje que tomara los planos que el director deseaba. Para dirigir y organizar sus movimientos, Kubrick hizo instalar en el estudio un circuito cerrado de televisión ordenando a los actores que se moviesen en la dirección ajustada a ritmo de los valses de Chopin.
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Croquis del diseño del centrifugador de la nave Discovery, que aparece en la película 2001: Una odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick. |
El anillo giratorio que forma la zona vividera de la nave Discovery presenta una disposición de usos alternos que se adosan a las paredes laterales alternándose a ambos lados del paso central. Como en una rueda de hámster, los astronautas pueden recorrer el pasillo central de manera infinita sabiendo que con cada paso irán dejando atrás siempre el mismo panorama, una pila, cabinas de hibernación, camas, chaise longe de reposo, cuadros de control de mandos, cocina y comedor.
Factores como la pérdida de intimidad, la necesidad del recorrido o la dificultad de movimientos propio de la vida en una nave espacial, son cuestiones planteadas de manera única en el cine. Casi sin darnos cuenta, el director nos propone todo un ejercicio arquitectónico y sociológico acerca de los modos de habitar en el espacio.
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Imagen del interior del habitáculo centrifugador de la nave Discovery, extraída de la película 2001: Una odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick |
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Imagen del interior del habitáculo centrifugador de la nave Discovery, extraída de la película 2001: Una odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick |
Las misiones espaciales de larga duración no son comparables a la vida en ningún otro medio, ni siquiera un submarino, donde existe la posibilidad de salir a la superficie y tomar tierra en un tiempo razonable. Las condiciones impuestas por un medio tan singular, tan lejano y silencioso, carente de oxígeno e ingrávido como es el espacio exterior, resultan tan restrictivas que obligan a revisar cualquier planteamiento de vida convencional que pudiera establecerse.
En el caso además de la nave Discovery, por tratarse de una misión y no de un vuelo de placer, los usos cotidianos se han de mezclar necesariamente con las labores propias del trabajo encomendado, pero sin que exista un horario definido que limite los tiempos de ocio de los de trabajo. En este sentido, Kubrick recrea ante los ojos del espectador el amplio abanico de la cotidianeidad de la vida de los astronautas entrelazada con la trama de la historia. En sucesivas imágenes observamos cómo se da la misma prioridad a las escenas de naves y a los diálogos de los actores que a los actos más cotidianos. Así dedicamos el mismo tiempo a ver como comen, trabajan, hacen deporte, descansan, ven las noticias y reciben conexiones con sus familias a través de mensajes grabados que se trasmiten por un monitor.
Las posibilidades y el abanico se amplían cuando esas mismas escenas mundanas son trasladadas al contexto de lo que sucede en las otras naves que intervienen en la película.
Por ejemplo, en las lanzaderas comerciales Orion III y Aries IB, las condiciones de gravedad centrífuga de las que gozan los astronautas de la Discovery o los ocupantes del hotel orbital Hilton situado en la Estación Espacial I no pueden ser reproducidas, por lo que se imponen restricciones a la hora de realizar actividades comunes como desplazarse, comer o simplemente ir al baño. Para todo lo que se precise, más que en un vuelo convencional terrestre, se especifican unas instrucciones de uso pensadas para acometer ciertas tareas con éxito.
Aun llama la atención el rigor y la precisión en el desarrollo de las propuestas manejadas por el director, que trató de introducir cuantos descubrimientos y prototipos fueron realizados por los científicos contratados para el filme. Tanto las zapatillas de velcro para poder desplazarse por la nave, como la comida preparada para ser sorbida directamente desde su habitáculo con una pajita, hasta las instrucciones de uso del aseo en condiciones de ingravidez, nos dan idea de lo que se esconde detrás de un filme que no ha pasado a la historia del cine por casualidad, y que se revela como todo un estudio de cómo habitar en el espacio.
Vale la pena leer las instrucciones de uso del aseo de la nave comercial Aries IB, que se muestran en una de las escenas de la película como ejemplo de lo dicho:
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Imagen del panel de instrucciones de uso del aseo de la nave Aries IB, extraída de la película 2001: Una odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubric |
Pero no es el rigor científico de la cinta de Kubrick lo que más sorprende a los espectadores en su propuesta para el año 2001, es la creación de toda una estética que parece real para el tiempo en que se sitúa y que es capaz de distanciarse lo suficiente del tiempo real en que esta se produce. En esta película se generó toda una estética acorde con los artefactos de ingeniería (no hay que olvidar a los 35 diseñadores artísticos contratados para tal fin). Interiores, materiales, mobiliario e incluso el vestuario debían armonizar con el conjunto estético de la propuesta.
Mirado desde otro punto de vista, aventurar la estética de los interiores de las naves a más de 30 años vista resulta un ejercicio más sencillo que el de predecir una habitación que sirve de morada a un individuo. De hecho, Kubrick parece dirigir enigmáticos mensajes en referencia a la arquitectura. Si bien elude mostrar cualquier edificio del “futuro”, hace guiños a arquitecturas conocidas cuando muestra interiores de naves que recuerdan a aquellas construcciones modulares de las primeras arquitecturas de Kisho Kurokawa.[1]
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Kisho Kurokawa. Proyecto Box Type apartments, 1962
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Por su parte, Kurokawa le devuelve la réplica al director proyectando los interiores de su proyecto para la Torre Nagakin, también conocida como Capsule Tower, a imagen y semejanza de los interiores de la nave Discovery que aparecen en la película. Construida bajo las premisas de los postulados metabolistas[2], esta torre se convirtió en un emblema de la prefabricación en arquitectura. Mediante la adopción de un sistema de cápsulas de vivienda “plugged in”, cada unidad estaba dotada de todos los accesorios necesarios según las necesidades de la época, muchas de los cuales quedaron obsoletos en poco tiempo.
Sin embargo igual que pasamos por alto las setenteras consolas eléctricas de las naves de la película de Kubrick, debemos obviar este aspecto de la obra de Kurokawa para centrarnos en la ergonomía de las cápsulas, que hacen del aprovechamiento espacial en función de las actividades humanas su emblema.
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Kisho Kurokawa. Proyecto Torre Nagakin, 1971 |
Si en las naves como en las cápsulas habitacionales de la Torre Nagakin se toman elementos claramente identificables con periodos estéticos pretéritos, especialmente los relacionados con la tecnología, el contexto general presenta el acierto de anular todo tipo de controversia o riesgo de estridencia en la que resulta tan fácil caer en este tipo de filmes. Aunque nada de lo que concierne al contenido de esas escenas queda claro para el espectador, el origen y la disposición de dicho espacio lo son aun menos, por lo que su análisis queda limitado a la comparación con el resto de los escenarios del filme.
Sin discutir que Clarke sea uno de los escritores científicos que más acierto ha tenido a la hora de pronosticar el futuro, en las previsiones de la película 2001: Una odisea en el espacio, se equivocó en casi todo. Y lo cierto es que a finales de los años sesenta los pronósticos de Clarke eran bastante razonables e incluso modestos a tenor de los acontecimientos que en materia de ingeniería espacial estaban sucediendo. Piénsese que por esa regla de tres, si en tan sólo doce años el hombre fue capaz de lanzar el primer satélite artificial (Sputnik I, 1957) y mandar al primer hombre a la Luna (Apolo XI, 1969), de mantener ese ritmo de desarrollo tecnológico parecía claro que en otros 30 años la humanidad habría conquistado, cuando menos, todo nuestro sistema solar. La infraestructura espacial de la que dispondría habría alcanzado a establecer bases lunares autosuficientes, vehículos interplanetarios tripulados de grandes dimensiones, etcétera.
Pero aun así, la base científica a partir de la que formuló todas esas hipótesis fue construida a partir de descubrimientos reales de las agencias espaciales más importantes del momento y su error en las previsiones responde a hechos políticos que en los años sesenta no eran en absoluto previsibles. Por un lado, según afirma el profesor Gómez Tierno[3], los argumentos económicos y políticos explicarían de una forma optimista porqué no se han alcanzado las previsiones que Clarke formuló a finales de los sesenta. Nos basta con pensar en el coste económico de las misiones espaciales, para deducir que ha faltado voluntad política para mantener el ritmo de los años sesenta y además de considerar algunas opciones políticamente incorrectas como, por ejemplo, la utilización de la energía atómica en el espacio. La respuesta más pesimista postula que la ciencia posee un límite inviolable al que nos acercamos peligrosamente y que, por tanto, sólo podemos conseguir pequeños avances, cada vez menores, en la ciencia aplicada y desarrollo tecnológico. Para progresar en la conquista del espacio, tendremos dificultades cada vez mayores y, como mucho, nos expandiremos por nuestro sistema planetario sin aspirar nunca al viaje interestelar.[4] Fuera de esto, la estética y la calidad de las imágenes resultan tan actuales como el primer día.
Pero aun así, la base científica a partir de la que formuló todas esas hipótesis fue construida a partir de descubrimientos reales de las agencias espaciales más importantes del momento y su error en las previsiones responde a hechos políticos que en los años sesenta no eran en absoluto previsibles. Por un lado, según afirma el profesor Gómez Tierno[3], los argumentos económicos y políticos explicarían de una forma optimista porqué no se han alcanzado las previsiones que Clarke formuló a finales de los sesenta. Nos basta con pensar en el coste económico de las misiones espaciales, para deducir que ha faltado voluntad política para mantener el ritmo de los años sesenta y además de considerar algunas opciones políticamente incorrectas como, por ejemplo, la utilización de la energía atómica en el espacio. La respuesta más pesimista postula que la ciencia posee un límite inviolable al que nos acercamos peligrosamente y que, por tanto, sólo podemos conseguir pequeños avances, cada vez menores, en la ciencia aplicada y desarrollo tecnológico. Para progresar en la conquista del espacio, tendremos dificultades cada vez mayores y, como mucho, nos expandiremos por nuestro sistema planetario sin aspirar nunca al viaje interestelar.[4] Fuera de esto, la estética y la calidad de las imágenes resultan tan actuales como el primer día.
[1] Kurokawa, Kisho. Arquitecto japonés (Nagoya, Japón, 1934). Graduado por la Universidad de Kyoto en 1957, hizo su debut en la arquitectura en 1960 como uno de los fundadores del “Metabolism Movement”. Ha publicado numerosos escritos entre otros Urban Design, Homo Movens, Thesis on Architecture I and II, The Era of Nomad, Philosophy of Symbiosis, Hanasuki, Poems of Architecture, and Kisho Kurokawa Note. La mayoría de sus trabajos los ha realizado en Japón y entre estos destacan El Museo Etnológico Nacional, (1973-1977), El Museo de Arte de la ciudad de Nagoya, (1983-1987), El Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad de Hiroshima (1988-1989) o el Estadio Toyota, (1997-2001). Fuera de Japón destacan el Centro Germano-japonés de Berlín (1985-1988), el Centro de la juventud Chino-japonesa en Pekín (1987-1990), el Centro Melburne en Australia (1986-1991), la Torre Pacífico en Francia (1988-1992), o el Aeropuerto internacional de Kuala Lumpur, (1992-1998).
[2] Metabolismo. Este movimiento ha sido considerado de manera muy superficial como futurista, aplicable a una arquitectura high tech, pero es mucho más. Los principales puntos del metabolismo son:
_Asumir el reto en la era de la máquina poniendo énfasis en la vida y la forma de sus desarrollos.
_Revisión de los elementos perdidos o ignorados de la arquitectura moderna.
_Enfatizar en parte la existencia de partes autónomas, subsistemas y subculturas.
_La identidad cultural y regional no será una característica necesariamente visible.
_La arquitectura metabolista es una arquitectura de lo temporal. Se niega el concepto de eternidad más propio de la cultura occidental para abrazar la tradición budista.
_Considera la arquitectura y la ciudad como un sistema abierto en tiempo y espacio, como un organismo vivo.
_Simbiosis diacrónica entre presente pasado y futuro al mismo tiempo que plantea la simbiosis entre culturas de forma sincrónica.
_ Lo sagrado, las zonas intermedias, la ambigüedad y lo indefinido, se consideran características especiales de la vida.
_La arquitectura del metabolismo se concibe como la arquitectura de la era de la información, la tecnología, la ciencia y la biotecnología como productora de una expresión arquitectónica en sí misma.
_Valora las relaciones más que la realidad por sí misma.
[3] Gómez Tierno, Miguel Ángel. Licenciado en Ingeniería Aeronáutica, es profesor titular del departamento de Vehículos Aeroespaciales y desde el año 2002 Catedrático de Universidad en el área de Ingeniería Aeroespacial de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Aeronáuticos de la Universidad Politécnica de Madrid.
[4] Gómez Tierno, Miguel Ángel. “2001, recuerdos de futuro”. Publicado en El País, 11 de abril de 2001.
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